Al final del día, antes de cerrar las persianas, conviene hacer un recuento de lo sucedido. Ennumerar inútilmente las victorias, sonriendo de lo efímero y permitiendo todas las mentiras que se le ocurran al tiempo.
Te vi en el vagón del metro. Te confundí con alguien más. Ni siquiera te dejé adiós. Mientras tanto, escribe. Sé, luego, el fragmento que anhelas, limpio y ligero, directo y pronto. Pediré un café y pensaré en la nieve.
En el rincón del desapego, fungiendo inocencia y emoción tardías. Llovía entre relojes de papel y esquinas repletas de niños, que desaparecían al grito de ¡caarro!, para volver a reanudar la batalla interminable. Batalla que carecía de escudos y espadas, y solo requería de pies descalzos, y de algún objeto fingiendo ser un balón.
El extraño color de tus palabras, tan frías y distantes. En tu silencio. Adiós para siempre, pequeña gota de nadie.
Soñaba en silencio. Soñaba cómo revelar aquello que desconoce. Apenas si su mirada dejaba entrever una alegría, espontánea, y como cada una de sus sonrisas, efímera. A lo mejor tendrá mejor suerte cuando despierte.
El invierno fue húmedo. Llovía de vez en cuando, aquel estruendo de gélidas gotas delgadas. Ninguna eras tú.
Háblame
Háblame en voz baja, sin mirarme.
Háblame como si hubieras muerto.
Estoy esperando la lluvia que no volverás.
Ojalá seas libro dondequiera que vayas.